Un día y de repente para el desdibujado paseante, pero merced a denodados esfuerzos de algunos próceres, llegó a aquel lugar lo que era la confirmación y sospecha de que el letargo decadente y despegado de la villa ocultaba un brillo latente no reconocido. Una condecoración, un título, un reconocimiento, el merecido reconocimiento, ya de tanto tiempo olvidado, por fin, había llegado a aquel lugar.
Durante los primeros años, la villa se lustró y embelleció y remozó con sus mejores galas, es decir, con esos primores ocultos bajo la polvareda del tiempo y el letargo.
De la villa emergió la ilustre ciudad. Las casonas se remozaron y adquirieron nuevo brillo, bueno, su real briillo, añejo pero ocultado tras tantas décadas de grisura.
Otra autoridad edilicia, si, mismamente edilicia , bramaba por aquella época, desde la altura de sus despachos, que ningún solar, huerto, finquita, rinconcito, espacio sin uso ni lustre, debía quedar y mantenerse sin edificar ni enladrillar.
Todo suelo, aunque sesteara de décadas y siglos, y precisamente por eso, era reo de ociosidad indeseada, y debía de volverse irremdiable y edificativamente productivo.
Aquello, que desde aquellas alturas de aquel mando, podría parecer la máxima aspiración de la autoridad competenete en esa materia, en la práctica significaba el remate refinitivo a aquellos recodos deslucidos, la sentencia a los vacíos que aireaban los paredones enladrillados de diverso gusto, el acabose de aquel alivio para la mirada, entre tanto adusto bloque, que producía aquellos huecos sin culpa, ahora sentenciados como malsanos e improductivos.
El relajo invuisible para el pasajero incosnciente, aquel que que dejaba a su aire el garbeo de su paso, mientras su vista recorría inadvertida aquella tapia que ocultaba un jardín, un patio o simplemente, maleza desbordad , poco a poco, iba desapareciendo.
Las visiones latentes de los tradicionales paseantes de la villa, de aquel llano ideal para el garbeo, santo y señal de la ilustre ciudad, dejaban de poblar las ensoñacieones del viandante. Sin darse cuenta, la tranquilidad que emanaba de aquel solaz caminero iba desapareciendo sin dejar más rastro que el mismo olvido.
Más que lugar de paseantes, aquel espacio se había convertido en un laberinto edificado solo apto para runners y muslos aprisionados en elásticas mallas deportivas.
Todo el mundo corría, a quién más, o andaba apresurado y atlético, recomendaciones saludables, en un presuroso y cardiaco andar.
El lento y reconcentrado andar del paseante, figura de antño y otras épocas, había dejado paso a un trote regular y sanamente aeróbico.
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