Es decir, que aquello en verdad había sido unos sucesos trágicos y dolorosos, no tan lejanos en el tiempo como pudiera parecer
En fin, cosas que pasan. Ahora pasaba por la Milagrosa y delante de la inadvertida ermita de San Cristóbal, y no podía sino evocar a aquellos aborígenes y a los otros fortalecidos y guarnecidos castellanos, peleando y guerreando, claro, en franca desventaja de unos con los otros.
Y le invadía esa comezón, pasajera, sí, no sabía hasta cuando. O la ladera de San Roque, donde cayó el otro guerrero “mascota”, como decía el profesor Tejera, de nombre aborigen, Chimenchia o Himenechia, rebautizado por el bachiller Viana como Tinguaro en su obra épica Antigüedades de las Islas Afortunadas.
San Roque, quién lo iba a decir. Una ermita apenas inadvertida, en lo alto de un pequeño lomo donde habíanse ido a morar familias de ámbito popular, casa de autoconstrucción, modestas, arracimadas a su lomo arriba del cual, la ermita, reconvertida en asociación de vecinos, y sin nada aparente que hiciera alusión a lo que allí había pasado, San Roque ahora le parecía un lugar dramático, además de un sitio claramente memorable y monumental.
Pero allí seguía, con la ermita oculta a los ojos de los viandantes que ufanos y ajenos a todo aquello, pululaban por las revitalizadas y peatonales calles del casco histórico de la villa, entre las dos primigenios lugares, la villa de arriba y la de abajo, mercando, paseando o simplemente paseando por el solar llano de la ciudad.
Ufanos y ajenos, en una ciudad convertida en tasca gigantesca que loa diario y además los fines de semana, rebullía en charlas animadas, veladas en las terrazas y risas y mundanal vida.
Si, mundanal y casi frívola vida, le parecía ahora, bajo los ojos de la trágica historia sucedida allí no hacía tanto siglos.
Bajo la mirada semi olvidada de San Roque, traspasado el hito de la cruz de Piedra, y la ermita de san Cristóbal, que parecía ocultar su secreto a posta, con la sombra de Tenesor, es decir, fernando Guadnarteme o Guanarteme, flotando sobre la Milagrosa, bajo la sombra y el parapeto trágico de estos ocultados edificios, se desarrollaba la cotidiana, y ajena a todo aquello, vida de la moderna villa y noble ciudad.
Pero, después de la presentación del libro, de momento no se le iba de la cabeza los sucesos dramáticos, casi que los revivía uno de cuando en cuando, los sucesos dramáticos y fortuitos, del azar, amén de dolorosos y traumáticos, sobre la que se había edificado y surgido la vida de la que ahora disfrutábamos los que por aquí pasábamos la vida, instalados en un presente tan fugaz casi como que creíamos eterno y sin fin.
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