domingo, 1 de mayo de 2022

basquetmanía

 Sábado, 30 de abril de 22

En el parquet los jugadores hacían el calentamiento con la misma expresión de rutina y desgana de siempre. En verdad casi todos los deportistas de balón eran algo intolerantes al ejercicio físico de por sí.
Cuando llegó Pancho, el de los balones, y empezó a repartirlos sin ton ni son, se vieron dominados por una alegría entusiástica y como locos tiraban a canasta, botaban frenéticos el balón o simulaban enfrentamientos entre ellos como felinos en un documental de la 2.
Los jugadores entraron al poco en los vestuarios para las últimas instrucciones, y volvieron a salir entre aplausos iniciales del público. Se produjo a continuación la presentación de los dos planteles. Todavía le producía cierto sonrojo la forma de hacerlo. Los oponentes eran presentados a toda prisa, sin tiempo a ánimos si por allí hubiera algún partidario suyo, y con más pena que gloria.
En cambio, cuando llegó la presentación de los locales, aquello fue la explosión primigenia del Big Bang. Se hizo un silencio reverencial, se apagaron todas las luces, y una voz seria y grave con un fondo musical pomposo anunció la inminente presentación. Entonces, mientras la afición los coreaba, se procedió a la enumeración de los héroes locales, cual si fueran los navegantes de la Argo, surcando entre las sombras y los focos, dando brincos y golpetazos entre ellos de no se sabe si nervios o alegría.
Se dispuso a presenciar la contienda, no sabía por qué, algo ansioso. Habría rivalidad, pues ell equipo de enfrente era una de las revelaciones, aupado sorpresivamente a los primeros puestos de la clasificación.
Como siempre, al poco de empezar el partido, las filas de atrás empezaron con su particular emisión radiada del encuentro. Uno trataba a jugadores y a técnicos por su nombre de pila, con un amiguismo que nada tenía que ver con la realidad. “¡Pedro, (así se llamaba el entrenador visitante), siéntate ya!”, “Así no, Taylor”, “¡A ver si voy a tener que bajar yo a defender, Jovic!”, … Y así.
El resto del pabellón oscilaba entre los gritos de ánimo y la tensión que se vivía en la cancha. Afortunadamente,los aurinegros, terminaron los dos primeros cuartos con una saldo positivo de más de diez o doce puntos.
En el tercer cuarto fue patente el bajón del equipo local. Como si les hubiera dado la pájara de los ciclistas, se le caían los balones de las manos, erraban tiros fáciles, y los otros, que tampoco andaban muy espabilados, aprovechaban esos regalos inesperados y se fueron acercando. Aunque no lo pareciere, el derroche en el parquet era agotador, y los jugadores gastaban adrenalina a raudales mientras el público, cómoda y gloriosamente sentado, sólo se activaba con algunas ocasiones, pero con la ira incontenida de un reyezuelo despótico.
Cuando los árbitros, uniformados de naranja, como los grises en la Transición, la pifiaban y vaya si lo hacían, el respetable, como una fiera enjaulada, rugía, se desgañitaba y expresaban su indignación con fórmulas varias. “¡Aquí sí y allá no, verdad!”, “¡Ahora ahora, te das cuenta!”, o el más definitivo y recurrente, “¡Fuera, fuera!”, coreado con una rabia que para sí quisieran las más justificadas manifestaciones reivindicativas.
En el banquillo local, mientras tanto, el rostro aparentemente beatífico del entrenador, a veces se transmutaba, se levantaba y frenético y gesticulaba como un director de orquesta desmelenado al que no le salían las cosas en los ensayos.
Y así, entre estas vivencias tan dramáticas que allí se vivían, transcurría el evento como un drama casi religioso.
Un jugador veterano del equipo rival recién entró a la cancha y fue recibido con un “¡Retírate ya!” a las primeras de cambio. El que otrora había sido un ídolo local en su equipo era finiquitado de forma inmisericorde por los mismos que le aplaudían no hacía mucho.
Le recordaba lo que coreaba este público de ahora a aquel, lejano en el tiempo, de los gladiadores en el anfiteatro, aunque, claro, los gritos de aquellos, “¡Degüéllalo!», «¡Mátalo!» o «¡Perdónalo!», eran incomparables. Pero así de triste, desde fuera, parecía el inapelable paso de la fama al olvido que vivían los jugadores como personajes de tragedia.
Fue ya en los últimos segundos, cuando el partido estaba ya decidido a favor de los locales, alcanzó a oír la voz de una aficionada de otras veces, la única de todo aquel rosario de pullas y maldiciones paganas, animando con un “¡Vamos, Canarias!” entonado musicalmente, serena y casi dulcemente, despidiendo con ánimo agradecido a su equipo otra tarde más de un fin de semana cualquiera.

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