Él estaba en una esquina, curiosa esquina, en verdad. Esquina más típica y conocida de aquella ciudad no podía haber. De las de toda la vida, en el borde de la plaza más céntrica y en el cruce de dos calles.
Ella, joven y risueña, acompañada de un amigo, llegó viniendo calle arriba a donde mismo, deteniéndose de forma premeditada junto a él.
El chico también era joven, llevaba en esa esquina un buen rato, casi invisible para todo el mundo, desapercibido y, no digamos ignorado, pero sí que su imagen no llamaba en absoluto la atención. Se mantenía indiferente en aquel sitio, lo cual era paradójico, pues se encontraba junto a una conocida y afamada sucursal bancaria del lugar.
El acompañante de la chica se detuvo con ella, y contempló cómo se desenvolvía.
Sacó una cartera de mano con cremallera, de piel o imitación, negra, grande, casi el doble de una normal. Por sí sola la cartera parecía definir a su dueña, proporcionaba seguridad, generosidad, algo así. Desenrolló la cremallera de la misma sin prisa pero bien dispuesta. Algo cuchicheó al chico, pero no pude entender.
El chico asentía. La transacción no duró casi nada. El material que ofrecía el joven era bien sencillo, una pulseritas naranjas que le colgaban sucesivas a lo largo de dos fibrosos antebrazos morenos.
Ella sacó de su cartera un billete de cinco euros, creo que vi, y no aguardó a la vuelta, si es que la hubiera. Cogió sin pensar una de aquellas sencillas y llamativas pulseritas, se la guardó y con la misma, acompañado de su amigo, que a todas estas había asistido a la operación en un segundo plano, siguieron andando calle abajo, a lo largo de la plaza, charloteando a saber de qué, si de lo que habían hecho o de lo que tenían pendiente por hacer esa maañana.
El chico quedó en la esquina, y en ese momento un compatriota lo llamó.
Ahí acabó ese breve y fugaz encuentro.
¡Ah, es verdad! No me había dado cuenta de que no habíamos presentado a los protagonistas de esta tan banal como intranscendente transacción comercial, y que no sabemos sus nombres.
En realidad, no tendríamos por qué saberlo, ni, además, tampoco tendría ninguna importancia
No lo sabemos, en verdad. Y si es por decir algo y darles un nombre, qué se yo, vamos a llamarlo a él, me viene a la mente, Eneas. El de ella, claro, es más fácil. Llamémosla Dido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario