Acaba uno de leer la trepidante, intensa, didáctica, patética y envolvente última novela de A. Pérez-Reverte, Línea de fuego. El País como promoción de la novela, publicó sus primeras páginas.
El comienzo no puede ser más tenso e impactante. Es de noche, oscura y silenciosa, y el ejército republicano, en un intento de recuperar posiciones, trata de recobrar territorios de Aragón, para lo que empieza una ofensiva sorpresa cruzando por la noche el río Ebro.
Esto del
cruce de los ríos parece un tópico en las escenas de literatura histórica. En
César es muy frecuente encontrar batallas junto a los ríos, por mencionar alguna referenecia.
En este caso es el ejército republicano, y la acción se fija en un grupo de milicianas, mujeres soldados encargadas de las comunicaciones entre las diferentes secciones de la avanzadilla.
Para mayor paralelismo, ya que nos referimos a Los Persas, todavía se sigue utilizando en esta batalla (y en otras) el pontón sobre barcazas, como el mismo
Jerjes cuando cruza el
Helesponto, o tantos otros episodios a lo largo de la historia.
Ya confirmó el autor, en sus repetidas entrevistas de promoción, que este grupo de milicianas nunca existió, pero desde luego que muchas mujeres lucharon en el bando republicano y en ellas se ha inspirado.
Para lo que viene al caso, la referencia al vigía de la obra de Esquilo y el vigía nacional de la orilla conraria del Ebro, aquí tenemos la secuencia que sigue a esta primera con la que empieza la novela. El soldado, de nombre Gorguel, hace la vigilia una noche más, como otros soldados de su batallón. La hace con cierta displicencia y de forma rutinaria. Han oído el rumor de que los republicanos planean una ofensiva desde hace semanas, y ese temor y la alerta se ha ido diluyendo con los días.
Además, reflexiona Gorguel, el ni siquiera es un soldado, y menos franquista o falangista. Como señala en su monólogo personal, es de Albacete, zona roja, pero el 18 de julio lo pilló en Sevilla y lo reclutaron en el bando nacional sobre la marcha. Él, se reafirma, sólo es carpintero y fabricante de muebles, y lo que quiere es que acabe esta guerra cuanto antes para poder seguir trabajando y hacer mucho mobiliario para quien sea. Ni se acuerda de a quién votó, o si lo hizo, la última vez.
Pero ahí está, liando un pitillo para matar el tiempo auqnue ya sabe que está prohibido. la oscuridad y el silencio es tan grande y profundo, y no hay ningún mando cerca. sólo elruido de los grillos, que además le producen tranquilidad y le dicen que esa noche no va a aocurrir nada nuevo, será otra más.
De repente, cree oir un ruido, se inquieta un poco, se alonga desde su hoyo, aguza el oído. nada, faklsa alarma. Aún así, la inquietud no se le va. y cae en la cuenta de que hay un silencio total, y lo que es más llmativo, no se oyen los grillos. Entonces vuelve a orir el mismo ruido anterior, esta vez ya no tiene dudas. lanza al aire una bombas luminarias que tenía preparadas, estas, como el teléfono ígneo, iluminan la noche y las sombras negras de soldados que avanzan desde la orilla.
Ya ha cumplido con su deber y a rengón seguid, se levanta de su nicho y salee con los pies en polvorosa en una desasegante huída.
ëste es el tenso y angustioso comienzo de Línea de fuego.
Como dijimos antes, tiene algún parlaelismos con el prólogo del igía en Los persas.
1. ambos son vigías, soldados en este caso de guardia y vigilia.
2. están expectantes ante una inmimnente señal, la que anuncie la llegada de un acontecimiento.
3. en Línea de ..., es la llegada de la ofensiva republicana, en Los Persas, la llegada del rey Agamenón de vuelta de la guerra de Troya.
4. ambos están cargados de negros presagios que anunciean que el relato siguiente va a estar presidido por estas tensiones, sombras y vuiolencia.
5. el vigía no se siente comprometido, es un personaje anónimo, aunque en la obra de Reverte tendrá un papel protagonista que en en la tragedia no va a tener.
6. el vigía de Los Persas no es nombrado, el de Línea ... sí, Gorguel.
7. en la obra griega el relato es narrado en primera persona por el vigíia, en P.R. alterna la tercera persona narrativa con la primera de Gorguel.
8. el soloiloquio de LP tiene cierto tono elevado, casi místico, asombrado sobre la noche, el ëter y los astros como si todavía tuvieran una consideración divina y cósmica. En Gorguel la noche es ya un fenómenos natural y hasta casi vulgar, no hay ese abismo de la inmendsidad cuasi divina de l griego
... Sentado en su pozo de tirador con el Mauser apoyado en el borde y el casco de acero en el suelo, a un centenar de pasos de la orilla del río, el soldado de infantería Ginés Gorguel Martínez lía a tientas un cigarrillo con la picadura que guarda en la petaca, pasa la lengua por el filo del papel, lo hace girar entre los dedos y se lo lleva a la boca. La noche es tan oscura que sólo ve las manchas claras de sus manos.
Está prohibido fumar en los puestos avanzados, pero tiene por delante más de tres horas de centinela y ningún oficial ni suboficial cerca. Tampoco es un soldado ejemplar, de los que cumplen a rajatabla; más bien lo contrario. Tiene treinta y cuatro años, sabe leer y escribir, conoce las cuatro reglas. En su hoja de servicios, si es que alguien la tiene al día, constará su intervención en las batallas de Brunete y Teruel; pero en ambos episodios procuró mantenerse lejos del tomate, actitud para la que posee un especial talento. Según dicen los médicos, cuyos consejos sigue al pie de la letra, los tiros van fatal para la salud.
Gorguel saca del bolsillo el chisquero, se agacha cuanto puede para ocultar el chispazo, frota con la palma la ruedecilla y enciende el pitillo con la brasa humeante. Tras darle una larga chupada ocultándolo en el hueco de una mano, se pone el casco, se incorpora un poco y echa un vistazo al paisaje negro como la tinta, sin escuchar otra cosa que el canto de los grillos ni ver más que las estrellas. No hay ni un soplo de brisa. Todo sigue en calma, de modo que vuelve a sentarse en su agujero, vuelta la espalda al río.
Aunque no puede verlos, Gorguel sabe que los compañeros más próximos están repartidos a izquierda y derecha, en agujeros similares al suyo. Entre él y otros cinco cubren doscientos metros de orilla, lo que prueba la sangre gorda con que se lo toman los mandos de la agrupación —medio batallón de infantería, un tabor marroquí y una compañía de la Legión situada como reserva— que guarnece el sector de Castellets. Con tanto sueño y aburrimiento, imagina, como él mismo. El frente está tranquilo y los rumores sobre una ofensiva enemiga son más propios de radio macuto que de una fuente seria. Además, el río constituye una defensa natural estupenda. También hay tendida una línea de alambradas. Así que bien acurrucado, el capote sobre las piernas para abrigarse del relente que empieza a calar la ropa, atento a que nadie de los suyos ni de los de enfrente advierta la brasa del cigarrillo, se dispone a disfrutarlo.
Mientras fuma, Gorguel piensa en si se pasaría al enemigo de no mediar el río entre él y los rojos. Si tendría valor para eso.
La idea le cruzó más de una vez por la cabeza, pues él es de Albacete, y eso queda en zona de la República. Allí tiene esposa, hijo, madre viuda y una hermana, y a estas horas estaría en el ejército enemigo de no haberse encontrado trabajando en Sevilla el 18 de julio de 1936, donde lo reclutaron: loterías de la vida. En realidad, carpintero de oficio como es, no entiende de política ni nunca se afilió a nada, ni siquiera a un club de fútbol; y en tal sentido, lo mismo le dan unos que otros. Una vez votó a las izquierdas, pero ya ni se acuerda. Gane quien gane, cuando acabe la guerra todos necesitarán que alguien fabrique puertas, ventanas y nuevos muebles, de los que en los últimos tiempos se han roto unos cuantos. Por eso, al pensar en la familia —las cartas que manda a través de un pariente en Francia no llegan o no tienen respuesta— le viene una negra melancolía. Son muchos los que se encuentran en idéntica situación, tanto en un bando como en el otro.
De haberse atrevido, Gorguel habría cruzado las líneas hace tiempo. Lo disuadió que cuatro compañeros que quisieron pasarse, sin lograrlo, fueron fusilados. De cualquier modo, ahora ya no vale la pena correr riesgos, pues todos dicen que al asunto le queda poco, que los rojos no levantan cabeza y que van de derrota en derrota. De culo y cuesta abajo. En tal caso, alguna ventaja tendrá haber estado con los nacionales, cuando vuelva a Albacete. O eso supone. Incluso para un oficial de carpintería.
Acaba de apagar la colilla, y la guarda cuidadosamente en la petaca —media docena de colillas suman un pitillo entero—, cuando le parece escuchar un ruido procedente del río: algo semejante a un suave entrechocar de madera. Incorporándose en el pozo de tirador dirige un largo vistazo a la orilla sin ver otra cosa que oscuridad. Luego mira a derecha e izquierda, pero no advierte nada entre él y el lugar donde se encuentran los compañeros más próximos. Sólo noche y silencio.
Detesto las jodidas guardias, piensa.
Está a punto de agacharse de nuevo cuando repara en que el silencio es más absoluto que antes: no se oye el rumor de los grillos que canturreaban entre los matorrales. Eso lo sorprende un poco, y durante un rato escudriña otra vez, con mucha atención, las tinieblas entre él y el río. Sigue sin advertir nada inquietante —las noches de un centinela están llenas de sonidos extraños—, pero no se decide a relajarse. El mutismo repentino de los grillos lo tiene mosca.
Tras pensarlo un momento, saca de las cartucheras dos bombas de mano Lafitte y las coloca en el borde del pozo de tirador, junto a la culata del fusil. Las Lafittes son granadas de percusión que estallan al golpear el suelo, y se activan en el aire durante el lanzamiento, desenrollándose una cinta de cuatro vueltas que extrae el pasador del seguro. Son caprichosas de juzgado de guardia, y matan más a quien las usa que al enemigo, porque a veces estallan a medio vuelo. Por eso las llaman las Imparciales. Pero es lo que hay, y también los rojos las usan y las sufren. Pesan casi medio kilo y pueden ser arrojadas, según la fuerza de quien lo haga, a una distancia de veinte o treinta metros. Por si acaso, les quita a las dos la horquilla de alambre, dejándolas listas para su uso.
A pesar de todo, Gorguel se lo piensa bien. Montar jarana por una falsa alarma a esas horas de la noche significa que los puestos cercanos empezarán a disparar a tontas y a locas, y toda la línea, oficiales incluidos, se despertará de malas pulgas. Eso supone chorreo seguro. Complicaciones, a las que él no es aficionado en absoluto. Así que más vale asegurarse antes de empezar un combate imaginario por su cuenta y riesgo. Una de sus habilidades es pasar inadvertido; eso ayuda a escurrir el bulto y sobrevivir. La prudencia, según dicen los sabios, es madre de la ciencia. O algo parecido. Y él, dos años de guerra sin un rasguño ni por Dios ni por la patria, tiene el rabo más pelado que un gato de callejón.
Aun así, espabila, Ginés, se dice. No vayan a madrugarte por la cara.
De momento, lo que hace es cuanto puede hacer, granadas aparte: asegurar el barboquejo del casco y echar mano al Mauser. El arma ya tenía acerrojada una bala de las cinco del peine que le introdujo al entrar de guardia, así que se limita a quitarle el seguro y meter el índice en el guardamonte. Luego estira un poco más el cuello y fuerza la vista para penetrar algo la oscuridad. Aguzando el oído inquieto.
Nada.
Ni luz, ni ruido. Silencio.
Pero los grillos siguen sin cantar.
Y ahora sí lo oye, otra vez el mismo ruido leve de maderas, como tablones que se tocaran. Lejano, proveniente de la orilla negra. Puede ser cualquier cosa, claro. Pero también pueden ser los rojos. Por esa parte sólo están las alambradas y la orilla, y nadie del bando nacional se pasearía por allí a oscuras. Eso hace inútil un quién vive o la demanda de un santo y seña —esa noche es Morena Clara—. Así que, sin darle más vueltas, Gorguel deja el fusil, coge una Lafitte, se incorpora a fin de tomar impulso y la arroja lo más lejos que puede, en dirección al río. Y aún está la primera granada en el aire cuando hace lo mismo con la otra.
Pum-bah. Pum-bah.
Dos estampidos con un intervalo de dos o tres segundos. Dos breves llamaradas naranjas que recortan las madejas de alambre de espino sujetas en piquetes de hierro. Y su resplandor ilumina un instante docenas de siluetas negras en movimiento: un espeso hormiguero de hombres que avanzan despacio desde la orilla del río.
Entonces, dejando atrás el fusil y el capote, Ginés Gorguel abandona el pozo de tirador y corre aterrado hacia la retaguardia.
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