miércoles, 17 de abril de 2019

El dios Esculapio en su centro ritual


Miércoles, 17 de abril de 19. El dios Esculapio en su centro ritual

Llego al servicio de neurociencias en el Huc, por fin después de llevar más de una semana en un estado lamentable. Y gracias que ya tenía la cita de la revisión anual. Si no, hay que darle una cita nueva, y eso tarda, buff, por lo menos un año, me había dicho el lunes la musa de cabecera, la donosa dueña Tejerina.
- Color verde de la pantalla, vale?, me dice la secretaria mientras me da un papelito con el número que me toca.

Pegado al cristal de la misma ventanilla, veo un anuncio tamaño folio que pone lo siguiente, más o menos:
“En la consulta de epilepsia no se atenderán a personas sin cita previa. Si hay una aumento de la crisis en frecuencia, deben acudir a Urgencias, donde hay un neurólogo/a de guardia. Firmado el jefe de servicio de Neurología,..”.
¡Ah, vaya, el neurólogo de guardia!, pensé yo. Unos días atrás, siete de la mañana, dolores en la cara, calambres eléctricos en las mejillas y asustado ya desde un mes, fui directamente a Urgencias de ese mismo Hospital. Y allí, la doctora, diligente funcionaria y militante por la sanidad pública, me dijo que no iba a llamar a ningún neurólogo de guardia por eso que le estaba contando, que no fuera a un médico particular porque estaba favoreciendo a la sanidad privada, que fuera al médico de cabecera, y que si no tenía la cara torcida, me podía marchar ya. Que, en conclusión, que a qué había ido allí.
Eso había ocurrido una semana antes. Evidentemente, fui a un médico particular, que me miró y recetó, previo pago de la consulta, evidentemente.  Gracias que pude. Así estaba ya un poco más tranquilo.

Volviendo al Servicio de Neurociencias. No sé por qué, imagino que solo nos pasará a unos cuantos…, una especie de complejo de culpa, de sentirnos responsables por estar allí.
No era así, desde luego, pero contribuía un poco el ambiente seco del hospital, sus paredes blancas asépticas, los largos y grises pasillos, la luz por muy reparadora que fuera, el ambiente burocratizado, convertirte en un número que aparecerás en la pantalla, ser del color verde, no te vayas a confundir con los azules o con los rojos, ... Es decir, algo contribuía a esa sensación de ejército anónimo y ser una masa y una multitud sin nombre, solo un número.
De repente, y para llevarme la contraria, salió una enfermera o doctora, no sé, y dijo Luz Ángeles, sí, dígame cariño, y esa masa anónima en que nos habíamos convertido se rompió de golpe. Pero, al poco, volvimos a estar en lo mismo
Ocupábamos unos asientos insulsos, de plástico, tres largas filas que se interrumpían en los tramos de cada consulta. Nos tenían enfocados a la pantalla de números, letras y colores como si fuéramos los simios de 2001 mirando al monolito.
Allí manteníamos la espera. Resignación, paciencia, calma. De vez en cuando, sonaba un casi agradable y artificial soniquete que te avisaba, por si acaso, de que acababa de dar paso a un nuevo paciente. Su número aparecía como novedad en la pantalla.
El agraciado, o supuestamente agraciado, pues pensaba en aquella película de Scarlett Johansson, la Isla,  en la que los elegidos en lugar de pasar a un estadio mejor, en realidad eran sacrificados, ... .
En cualquier caso, los que esperábamos nos íbamos levantando, un poco zombies, en dirección a las consultas que ya sabíamos donde estaban. Lo que seguía era ya asunto de cada no con su médico.

Pero ahí estaba, esa especie de malestar interno que a uno lo podría en aquel lugar, el de sentirse culpable, culpable de estar enfermo, y por eso tener que ser tratado, engullido y devorado por este gran monstruo que era el servicio Canario de salud y el mostrenco hospital.
Culpable y por eso tener que aceptar ser devorado, traqueteado, numerado, coloreado y no sé cuántos ados y hados más, hasta llegar a la sala hipóstila, el adyton de la antiguos, las entrañas del gran templo blanco. Y allí los oficiantes del destino, embutidos en una sacrosanta bata blanca, o verde, o azul, ya ni sé, esperar a que ellos interpretarán las entrañas de la víctima. Que ya no era una cabra o unas palomas o un cuto, sino tu mismo. Tú eras al mismo tiempo la víctima y el solicitante, y tus entrañas eran los signos oraculares que interpretaban el médico.
Y escudriñando alli, interpretar las imágenes y los signos, y dar un vaticinio aproximado de por dónde podría ir la cosa.
Y mientras uno estaba allí sometido a la inmensa capacidad del taumatúrgica del hermeneuta, en la sala seguía llegando y sentándose más y más personas, más multitud, un ejército infinito e insomne, de desheredados, víctimas de rayos celestiales, miasmas divinas y otras desventuras, encarnadas en los cuerpos insanos de los que allí entrábamos y salíamos, una multitud infinita que luchaba por sobrevivir a pesar de todo y de cualquier manera .
A todas, estás, mi número sin salir.

Aquí detrás le sonó el móvil a uno de los que esperan, y allí empezó una conversación de lo más cotidiana, cómo estás, que el niño tiene fiebre, si lo llevaste al médico, etc. Nos enteramos todos. Estaba hablando como quien está en la cocina de su casa, pero en la sala de espera de neurocirugía. Y como está el tiempo, aquí chipi chipi, seguía el hombre con la conversa que se había hecho viral, a nuestro pesar, entre los ocupantes de los asientos de neurociencia.

Que las entradas al Hades son muchas y variadas, está es una, la del DNI otra

Y cuando apagué el móvil, antes de volver a encenderlo para escribir esto, veo que en la pantalla oracular hay un aviso en letras rojas, al que le hacemos tanto caso como los alumnos en la clase:
            “se ruega desconectar los móviles cuando estén en el hospital”.


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