En el caso del episodio de Lucrecia, mucho más dramático y heroico, el suceso va a suponer la expulsión de los reyes etruscos de la ciudad de Roma. Y, por último, en el Quijote, el episodio de "El celoso extremeño" repite otra vez el asunto del virtuosismo de la mujer en forma más elaborada y literaria.
El comienzo del relato de Livio es el siguiente:
"... Los príncipes reales a veces pasaban sus horas de ocio en fiestas y diversiones, y en una fiesta dada por Sexto Tarquinio Colatino en la que el hijo de Egerius estuvo presente, la conversación pasó a girar sobre sus esposas, y cada uno comenzó a hablar de la suya propia con extraordinarias palabras de alabanza. Encendidos con la discusión, Colatino dijo que no había necesidad de palabras, en pocas horas se podría comprobar hasta qué punto su Lucrecia era superior a las demás. "¿Por qué no", exclamó, "si tenemos algún vigor juvenil, montamos a caballo y hacemos a nuestras esposas una visita y veremos su condición según lo que estén haciendo? Como sea su comportamiento ante la llegada inesperada de su marido, así será la prueba más segura". Ellos se habían calentado con el vino, y todos gritaron: "¡Bien! ¡Vamos!" Espoleando a los caballos galoparon a Roma, a donde llegaron cuando la oscuridad comenzaba a cerrar. Desde allí fueron a Colacia, donde encontraron a Lucrecia empleada de manera muy diferente a como estaban las nueras del rey, a quienes habían visto pasar el tiempo entre fiestas y lujo, con sus conocidos. Ella estaba sentada hilando la lana y rodeada de sus en medio de sus criadas. La palma en este concurso sobre la virtud de las esposas se otorgó a Lucrecia. Acogió con satisfacción la llegada de su marido y los Tarquinios, mientras que su esposo victorioso cortésmente invitaba a los príncipes a permanecer en calidad de huéspedes. Sexto Tarquinio, inflamado por la belleza y la pureza ejemplar de Lucrecia, tuvo la vil intención de deshonrarla. Y con el pensamiento de esta travesura juvenil regresó al campamento..."
Giges y Candaules
El relato de Herodoto comienza así:
... Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos: —«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.» Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —«¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.» ...
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