El geógrafo y viajero Pedro Millán del Rosario publica en El Diario de Avisos una crónica de la vida de Atenas en esta dura época de crisis:
crónicas desde Atenas; reverso del país heleno
Grecia o cómo intentar ser feliz al borde del abismo
Pedro Millán del Rosario
noviembre 16, 2011 |
Elena es taxista en Atenas. Me conduce hacia el centro de la ciudad por la flamante autopista construida al albur de los Juegos Olímpicos, en los momentos de euforia económica, en los tiempos de vino y rosas. Conduce con lentitud, sin apenas tráfico. Lleva cinco horas en la interminable cola de taxis del aeropuerto para poder trabajar. Los atenienses -se queja- ya no tienen dinero para viajar en taxi; por ello opta por lo seguro: llevar viajeros que llegan a Atenas por 35 euros hasta el centro. No es mucho lo que queda, una vez descontados el peaje, la gasolina y el 23% de IVA, pero al menos consigue ingresar euros en un momento en el que el país se hunde en la bancarrota, a pesar de los continuos esfuerzos del resto de la Unión Europea. En la radio suena el cambio de gobierno: a Papandreu lo sucede un tecnócrata, Lukas Papademos. No despierta ninguna ilusión, y las esperanzas hace tiempo que se marchitaron en este bello país, maltratado por la crisis.
Cuando hace menos de dos semanas el dimisionario primer ministro Papandreu anunciaba la convocatoria de un referéndum para consultar a la población sobre los nuevos recortes sociales y económicos que debería aplicar Grecia para acceder al segundo rescate financiero, el resto de Europa se echaba literalmente las manos a la cabeza.
Sin embargo, tiene una explicación plausible desde la óptica griega: el país se encuentra al borde del colapso no solo por la posible bancarrota que todo el mundo trata de evitar, en especial Alemania y Francia, sino también por el efecto devastador sobre la economía y la sociedad griegas que las medidas impuestas por las instituciones europeas, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial están causando desde que comenzó este proceso. La enorme presión fiscal desarrollada en estos últimos dos años está estrangulando lenta pero inexorablemente al país.
La deuda pública griega representa el 150% de su Producto Interior Bruto; es decir, 340.000 millones de euros para una población de 11,3 millones de habitantes. En la actualidad un bebé recién nacido en este país debe la friolera de 30.000 euros. No hay futuro. Así lo ven los griegos, que ya han comenzado a emigrar de forma masiva, los que tienen esa posibilidad gracias a la diáspora de compatriotas por todo el mundo, en especial hacia Australia y a otros países de Europa.
Vivir allí, hoy
La vida es dura y cada día lo es más para la gran mayoría de los griegos. Los salarios han experimentado un fuerte retroceso en un país que no es nada barato, ni mucho menos. Hay que tener en cuenta que Grecia ha sido el segundo país donde más ha aumentado el coste de la vida desde la entrada en vigor del euro (14,5%), sólo precedida por España (14,8%). En ocasiones, analizar la situación griega es como ver lo que puede ocurrir en nuestro país a poco que nos descuidemos. Y da miedo, para ser sinceros.
De los recortes tampoco se han librado las pensiones, que han llegado a sufrir una reducción superior al 50% (por ejemplo, una pensión normal de 580 euros se ha convertido tras los ajustes en 280). Como en España, también en Grecia existía un consenso entre los partidos políticos de que las pensiones “eran intocables”. Una de las cosas que sorprende al visitante recién llegado es que, a pesar de la crisis, los precios se mantienen a unos niveles extremadamente altos: un café no cuesta menos de 3 euros, la ropa está más cara que en España, los transportes públicos se han encarecido más del 40%, sólo en el último año, etcétera.
Las carreteras, no sólo las del aeropuerto, están vacías de coches. Grecia tiene el dudoso honor de tener la gasolina más cara de Europa (1,75 euros/litro), y fruto de ello han cerrado 1.500 de las 9.000 gasolineras con que contaba el país. Conducir un fin de semana por una autovía griega es como transitar por un país fantasma.
En buena medida todo esto es el resultado de la creciente fiscalidad aplicada por el Gobierno griego, siguiendo las recetas dictadas desde Bruselas. Está presión fiscal incide, en especial, sobre las cada día más depauperadas clases medias, que reciben el impacto no sólo de la reducción salarial en todos los sectores (públicos y privados), sino también por el cobro de nuevos impuestos: como el impuesto solidario, una tasa extra sobre la renta anual (dependiendo de los ingresos).
Nuevos impuestos a los autónomos, lo que explica la creciente cantidad de locales en alquiler o en venta, cerrados o en trance de liquidación; más impuestos para los propietarios en función de la superficie; nueva tasa para los propietarios de vehículos de cilindrada superior a 2.000 cc; subida del IVA en bares y restaurantes del 13% al 23%, etc. Se necesitaría demasiado tiempo para enumerar todos los impuestos de nueva creación a los que tiene que enfrentarse la población griega y que la empobrecen día a día, sin remedio.
El efecto de estas medidas ha generado que el consumo interior se restrinja hasta límites insospechados. Quizás el sector que más lo está notando es el turismo, que no recibe ya el aporte del turismo interior, con el subsiguiente aumento del paro. Hasta 700.000 personas, el 16% de la población activa se encuentra sin trabajo, lo que -por otro lado- no los libra de pagar las nuevas tasas extraordinarias, etcétera. Tampoco el ambiente de conflictividad social y las frecuentes huelgas generales generan una publicidad beneficiosa de cara al turismo internacional y, por tanto, la afluencia de visitantes también ha descendido notablemente en un país con una acuciante necesidad de recibir ingresos del exterior.
Los griegos viven esta situación con resignación, preguntándose qué va a ocurrir la semana que viene. No esperan nada de la clase política, que acumula un descrédito secular, salpicado regularmente de casos de corrupción. Crece de forma paulatina un movimiento similar al 15-M en España, que aboga por declarar el temido default; es decir, su incapacidad para pagar las deudas, “encarcelar a los políticos y financieros que propiciaron esta situación, redactar una nueva Constitución y comenzar de nuevo…”
Por otro lado, nadie es capaz de decir a ciencia cierta quién es el culpable de esta situación. Los empresarios le echan la culpa al inflado sector público; los funcionarios acusan a los empresarios de no pagar impuestos y de evadir divisas, y todos, absolutamente todos, culpan a los políticos… A pesar de todo lo descrito, o quizás por ello, se aprecia aún más en los griegos la alegría de vivir propia de los pueblos mediterráneos, la solidaridad y la capacidad, la necesidad de disfrutar de la vida, sin falsas ilusiones, pero con ahínco.
Sin duda, también el peso de la familia como soporte tradicional de la sociedad griega permite que muchas personas sin sustento sobrevivan en una tiempos tan difíciles y precarios.
Ahora, mientras llega el atardecer en Atenas y el taxi callejea hacia el hotel, tengo la impresión de estar entrando en una ciudad triste, desangelada, reflejo de un país consciente de que la pesadilla aún durará mucho tiempo, y de que requerirá muchos sacrificios para poder volver a vivir el sueño que fue un día Grecia.