sábado, 19 de junio de 2010

De vita philologica

Como ya comentamos al hablar de la conferencia hace unas semanas del profesor y poeta Jaime Siles, en el curso de la presentación del conferenciante (y digo curso porque aquello empezó y el presentador, el sr. Chaevilly, con un tono algo monótono y cansino que, no obstante, no disminuía la admiración por el poeta, se prolongó en el tiempo más de lo que alguno hubiera querido), esto es, en la presentación a cargo del mencionado Chevilly, se leyeron algunos fragmentos de poemas de Siles. Uno de ellos es el titulado De vita philologica, un acierto, pensamos.
Es uno de los pocos poemas que conocemos que alaben y elogien esa tarea tan a ratos prosaica y, aunque sea raro decirlo, en ocasiones poco literaria, de la traducción de un texto clásico. Sin embargo, el poema de Siles descubre y reiventa el paisaje y el momento dela traducción, el tiempo ese en el que uno está con el texto, rodeado de diccionarios, centrado en una palabra a la que quieres encajar con el resto del texto. Es un buen homenaje y un hallazgo el haber enconrado en esas horas largas que se pasan en la traducción un momento feliz, poético, digno de la composición de un poema.
Aquí pondremos el poema, tomado de la página a la que se puede acceder desde este enlace.

De Vita Philologica

Jaime Siles

La vida me ha hecho lírico - o como otros dicen,
egotista - ahogando en mí, gracias a Dios
Todopoderoso, a aquel sabio en ciernes. Pero a las
veces echo de menos a aquel muchacho de veinticinco
años, tan leído, tan erudito, tan científico, tan objetivo
- creo que se dice así -, tan cargado de citas y de
teorías de otros.
Miguel de Unamuno


Lo que debo al latín son muchas cosas.
Para empezar, mi sensación de lengua,
tan diferente a la ilusión del habla,
y la idea de que todo lenguaje
es - y es sólo - un acto de pensar:
un pensamiento erguido sobre un sinfín de ejes,
tan exactos como sus mecanismos,
que construye, sobre sonidos puros,
la arquitectura de una identidad.
Pero no sólo eso - que es inútil y cierto,
y cerebral también y hasta pedante -
sino el recuerdo del resplandor de tardes
en que aquello que el texto me oponía
era un placer semántico que me transfiguraba
como en un limbo de inteligencia pura
en el que la sintaxis de las frases
y las palabras se correspondían
y en el que cada esfuerzo presuponía otro
y éste entrañaba el placer de encontrar
otra dificultad.
Yo crecí bajo la sombra de los diccionarios
y creía que el mundo
era un texto preciso con sintaxis exacta
que cada tarde había también que analizar.
Crecí feliz entre un viento de páginas.
Luego me cambiaron el código
y la clave de cifra
y me quedé sin nada que leer.
Soy feliz por instantes, pero
mi traducción del mundo
resulta cada vez más imperfecta:
me equivoco en los verbos,
no acierto con los modos,
se me borran los tiempos
e, incluso, me confundo de caso o de flexión.
Cuando esto ocurre - y me ocurre a menudo -
recuerdo aquellas tardes de sintaxis perfecta
y hermenéutica lúcida,
en que el perímetro del tiempo
eran mis diecisiete años
y el espacio del mundo,
sólo mi habitación.
La lectura de un texto nos hace personajes
y la vida, también.
Nuestra vida es un texto al que le faltan páginas
y las lagunas existentes dejan
no sólo abierto el blanco de los márgenes
sino que, hasta en el mismo texto conservado,
surgen siempre imprevistos vacíos que hay que completar.
Feliz de aquél que puede
fijar su vida como si fuera un texto,
desechar disparatadas conjeturas
y optar por una sola y única lección.
Yo he perdido mi texto, y la vida me arrastra
mientras yo la recuerdo como a sus paradigmas
y al antiguo muchacho que imaginé yo mismo
y que llegó a llamarse incluso como yo.
Lo peor de ser joven es que no se distingue
entre la realidad del ser y su gramática
y se hace metafísica del detalle más nimio
y se eleva a sistema el dato más trivial:
se confunden los ejes de sus dos mecanismos
y, al intentar cambiarlos, chocamos con los límites
de nuestro pensamiento y vemos lo perfecto
de todo raciocinio y lo imperfecto de todo lo real.
Por eso he amado el río de la lengua
y he recorrido a pie casi todo su curso
en un fallido intento de llegar a sus fuentes
y beber la primera palabra originaria
por si en ella se oía, sin manchar por el hombre,
un sonido perdido, algo
que todavía pudiera valer como verdad.
Yo no lo escucho, pero sé su existencia.

...

En el latín ... ¡qué seguro era el mundo
y su belleza exacta
cómo recomponía el orden que rompe lo real!
Nada más bello
que aquellas trampas de la inteligencia
con puentes levadizos y palancas
movidas y accionadas por una leve cifra de su vocabulario
y un sistema muy próximo al del propio pensar.
¡Qué perfectos los casos y las declinaciones
y cómo los añoro cada vez que en la vida me siento naufragar!
Son como mástiles que aguantan la tormenta
y avanzan en la noche a través de la bruma
como un buque fantasma que tuviera velamen
y no tripulación.
¡Cómo siento de firme la fuerza de su lengua!
¡Cómo viene y dirige mi torpe maniobra,
rectifica mi rumbo y aguanta mi timón!
El latín es un agua profunda
que sostiene todas las superficies
y que crea en los mapas
la ilusión o certeza de que hay un punto exacto
o alguna idea firme
o una isla segura
o la existencia de un lugar
más allá del lugar
que se hunde y flota
al ritmo y al vaivén de las palabras
y que reaparece cuantas veces
perdemos de vista el horizonte
o el dolor nos borra de los ojos
las figuras que forman
la ficción o relato de nuestro recorrido
y nos fija como un punto de amarre
a una playa lejana que se mueve,
como la luz dentro de la memoria,
entre el latido regular de un péndulo
y la átona música de una muerte perfecta
cuyas aguas sonaran siempre al mismo compás.
Eso por consignar sólo la metafísica
y no los años sórdidos en que viví de él.
No: no es la especialidad
lo que de su filología me interesa
sino la vida que hay entre los márgenes
de un libro hecho de tiempo
cuya lengua podemos, sin hablarla, leer.
Ese libro del que todos podemos ser gramática,
esa lengua que ya sólo se escribe,
ese tiempo que es ya sólo lugar.
Feliz de quien no tiene que traducir el mundo
ni siente necesidad o afán de interpretarlo
porque sabe que lo que afirma al hombre
no es el sentido sino la sucesión.
Vivir consiste sólo en sucederse,
como un anfibio, en las aguas de un yo terco y fugaz
que se confunde sólo con su costumbre.

Para terminar, un aviso, el poema, al ser tan largo, le hemos quitado algunos versos. Por otro lado, en la última parte se aprecia que el poeta se siente arrebatado y confiado ya en sus ideas, y entonces eleva casi un himno en honor al latín, himno que eleva a esta lengua, tan básica y elemental en tantas cosas que no apreciamos, himo que eleva al latín a unas alturas metafísicas y antropológicas. Para los tiempo que corren de descrédito de estas lenguas clásicas, no viene ma'este rapto apasionado del poeta por esta lengua que le ha conferido todo en su ser, tan atrapado por ella que se siente.
Con todo, sin negar estapasión por la lengua, sus exactitudes y la confianza que le inspira frente a una realidad a veces incomprensible (en esto recuerda también a Ernesto sábato cuando hablaba de su carrara académica como físico o químico, no estoy seguro cuál de ellas fue, pero sí de que afirmaba lo mismo que hace Siles con su latín), pues bien, esta pasión y confianza que le asegura el latín es un sentimiento demasiado transformador para que nos haya podido suceder a todos en algún momento. Pero dejemos al poeta en su emoción también.

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