miércoles, 31 de marzo de 2010

El Canarias, el pabellón, dos mil años haciendo de grecorromanos.

No son tan fuertes y corpulentos como los antiguos gladiadores, quizás estén más emparentados con los atletas griegos, pero lo cierto es que ahora, como hace más de dos mil años, el hombre occidental, uno de aquí, de Canarias, que vive , se podría decir, en los últimos confines del Imperio Grecorromano, revive el modo civilizador y urbano con el que empezaron en los comienzos de nuestra historia occidental griegos y romanos.
Nos gusta el deporte, asistimos a edificios que, con más o menos adelantos técnicos (las más de las veces a peor, si comparamos nuestras actuales canchas y edificios deportivos con los espectaculares munumentos que nos dejaron nuestros abuelos y que aún siguen en pie, mantien las estructuras básicas de los primeros grecolatinos.
Como ya entonces, a la voz, también es cierto, a la voz de PANEM ET CIRCENSES, en nuestra provinciana cancha del Juan Ríos Tejera se concreta humildemente (hasta en eso hemos perdido), se concreta en un fin de semana en el sur de la isla, una limpieza de boca en una conocida clínica lagunera, y en alguna que otra fruslería más. nada que ver, claro está, con las remesas de pan que se repartían a mansalva a cargo de los annona o distribuidores del grano de Roma, para paliar el peligroso hambre de la masa urbana ociosa y acostumbrada ya, como nosotros ahora, al intercambio desigual campo-ciudad.
Nos gusta el deporte, admiramos a los jugadores, los convertimos en protagonistas de nuestros ideales o los criticamos con una convicción que acabamos por creernos que es verdad. Admiramos el pequeño drama que se vive cada fin de semana en la cancha, da igual si es de fútbol, teatro, cine o televisión. Como ya decía Píndaro, somos griegos que vivimos una cultura agonística, competitiva, eso sí, con todos las malas derivaciones que eso pueda llevar.
El rito social de acudir a la cancha, llevar la entrada, entrar y salir por escaleras (las antiguas vomitoria), los diferentes grados de asientos (abondos, palco de autoridades, masa social), todo esto ya lo venimos reviviendo desde que griegos yromanos empezaron a construír sus propios edificios por su afición deportiva y su vida urbana.
Los vomitoria, la cancha (la antigua arena), los árbitros, las aficiones alteradas, entusiasmadas, decepcionadas, agresivas, compasivas, como el público antiguo, pues ¡ay! del equipo que muestre malas artes en el juego, del jugador que se encare con el público o del árbitro que, aferrado a su pito como un arma ofensiva o defensiva, desagrade al respetable. Allí no se exhiben pulgares hacia arriba o abajo (todavía no se sabe cuál era el signo), pero la catarata de palabras bonitas con que pueden rociar a estos nuevos protagonistas de la arena deportiva es en cierta punto comparable con los supuestos rugidos de los públicos antiguos.
Nos gusta el deprte, la ehibición de las cualidades atléticas, el acierto en el juego, la inteligencia, el movimiento, en fin, en todo esto somos fieles seguidores de nuestra antigua cultura pagana. Aunque en aquellos primeros tiempos del cristanismo las cosas estaban tan coinfusas que Justiniano llegó a prohibir los Juegos Olímpicos como última manifestación del culto al espíritu y cuerpo humano, en aras de una visión teocentrista, seguimos yendo, andando el tiempo, a la cancha como antes también lo hacía cualquier ciudadano del imperio, por muy remota y distante del Roma que se encontrara su provincia. La ciudad presentaba ventajas, comodidades, placeres, que la vida rural ni podía soñar en rivalizar con ella.
Los nuevos atletas, gladiadores, competidores, entran de nuevo en escena, en la arena deportiva. Pabellones como anfieteatros, estadios con gradas, la cavea o graderío, los vomitoria, el velarium, la admiración hacia los deportistas, se vuelve a repetir como hace dos mil años en cualquier lugar del imperio.

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