LA ENEIDA, libro II, 1-13:
Todos callaron y en tensión mantenían la mirada;
luego el padre Eneas así comenzó desde su alto lecho:
«Un dolor, reina, me mandas renovar innombrable,
cómo las riquezas troyanas y el mísero reino
destruyeron los dánaos, y tragedias que yo mismo he visto
y de las que fui parte importante. ¿Quién eso narrando
de los mirmídones o dólopes o del cruel Ulises soldado
contendría las lágrimas? Y ya la húmeda noche del cielo
baja y al caer las estrellas invitan al sueño.
Mas si tanta es tu ansia de conocer nuestra ruina
y en breve de Troya escuchar la fatiga postrera,
aunque el ánimo se eriza al recordar y huye del llanto,
comenzaré..."
LA ODISEA
Y apenas saciado el deseo de comer y de beber, la Musa excitó al aedo a que celebrase la gloria de los guerreros con un cantar cuya fama llegaba entonces al anchuroso cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquileo, quienes en el suntuoso banquete en honor de los dioses contendieron con horribles palabras, mientras el rey de los hombres Agamemnón se regocijaba en su ánimo al ver que reñían los mejores de los aqueos; pues Febo Apolo se lo había pronosticado en la divina Pito, cuando el héroe pasó el umbral de piedra y fue a consultarle, diciéndole que desde aquel punto comenzaría a desarrollarse la calamidad entre teucros y dánaos por la decisión del gran Zeus. Tal era lo que cantaba el ínclito aedo. Odiseo tomó con sus robustas manos el gran manto de color de púrpura y se lo echó por encima de la cabeza, cubriendo su faz hermosa, pues dábale vergüenza que brotaran lágrimas de sus ojos delante de los feacios; y así que el divinal aedo dejó de cantar, enjugóse las lágrimas, se quitó el manto de la cabeza y, asiendo una copa doble, hizo libaciones a las deidades. Pero, cuando aquel volvió a comenzar -habiéndole pedido los más nobles feacios que cantase, porque se deleitaban con sus relatos- Odiseo se cubrió nuevamente la cabeza y tornó a llorar. A todos les pasó inadvertido que derramara lágrimas menos a Alcínoo; el cual, sentado junto a él, lo reparó y notó, oyendo asimismo que suspiraba profundamente. Y entonces dijo el rey a los feacios, amantes de manejar los remos: —¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios! Como ya hemos gozado del común banquete y de la cítara, que es la compañera del festín espléndido, salgamos a probar toda clase de juegos; para que el huésped participe a sus amigos, después que se haya restituido a la patria, cuánto superamos a los demás hombres en el pugilato, lucha, salto y carrera.