El triunfo del profesor Salgado
Cuando se quedó viuda creyó que nunca podría volver a interesarse por la vida.
"No podía ir con sus setenta y dos años a jugar en público con unos críos, aunque ardiera Troya"
Era eso lo que había perdido, no a su marido, porque sin él no tenía ganas de nada, desde el zumo del desayuno hasta el sueño de cada noche. Le sobraban todos los segundos de cada día, y así fue durante semanas, luego meses, por fin un año entero. Sus hijos, su hermana, sus amigos no lo entendían. Ya había perdido la cuenta de todos los gimnasios, todos los balnearios, todos los viajes que la habían aconsejado, cuando aquel icono apareció en la pantalla de su ordenador. ¡Que arda Troya! Y esto, ¿qué será?
Era un juego, un juego de estrategia, en apariencia tonto, en realidad dificilísimo, y fue su salvación. Su marido, Miguel Salgado, catedrático de Filología Clásica, traductor y editor de La Ilíada, habría estado orgulloso de ella, porque no fue fácil. Tardó dos semanas en lograr que Agamenón se rindiera, pero salvó Troya y, entretanto, volvió a comer, a pasear, a acostarse a su hora. Miguel y ella siempre habían ido con los troyanos. Por eso, cuando tuvo que ponerse un nombre, escogió Andrómaca.
Después, volvió a empezar. Perdió su segunda guerra, ¡maldito Aquiles!, y se juró a sí misma nunca más volvería a ver los muros de Troya ardiendo en la pantalla de su ordenador. El juego se hizo famoso. Aparecieron artículos en los periódicos, reportajes en la televisión y un nuevo reclamo en el menú principal. Modo torneo, decía, ¡Que arda Troya! Ahora puedes enfrentarte con jugadores de todo el mundo...
Y todos iban con los griegos, menos uno, que se llamaba Héctor, pero a ella le daba igual. A la hora de la partida, cogía una foto de Miguel, le daba un beso, la colocaba a su lado, sobre la mesa, y... ¡Toma ésta! ¡Y ésta, aqueos del demonio...! Una noche, después de su enésima victoria, se abrió una ventana inesperada en la pantalla. Era una invitación a un torneo presencial que se celebraría en un hotel de la Gran Vía. Se puso tan nerviosa que salió a la calle, caminó hasta cansarse y, al volver a casa, se excusó. No podía ir con sus setenta y dos años a jugar en público con unos críos, aunque ardiera Troya. Pero, por fortuna, Troya no ardió, porque Héctor ganó el torneo.
Seis meses más tarde perdió ante Aquiles para que las llamas redujeran a cenizas el palacio de Príamo en millones de pantallas de todo el mundo. ¡Héctor, qué has hecho!, musitó con los ojos llenos de lágrimas. Pues al Campeonato Nacional voy, se dijo. Y fue.
-Perdone, señora, no puede pasar, aquí se celebra un torneo de videojuegos y... -cuando volvió a mirarla ya se había colgado del cuello la identificación que había recibido por correo-. ¿Andrómaca? -y aquel chico estaba tan pálido como si llevara una túnica blanca y al nieto de Príamo en los brazos-. ¿Usted es Andrómaca?
-Sí, yo soy Andrómaca.
-¡Arturo! -entonces salió corriendo-. No os lo vais a creer...
Una semana después, en la final, le llegaría a ella el turno de la palidez y el asombro. No había perdido ninguna batalla, pero tampoco se había quedado ningún día a celebrarlo, porque, a su edad, irse con aquellos muchachos a tomar unas cañas... La otra manga se jugaba en una sala diferente, y no conocía a su contrincante, pero tampoco le tenía miedo. Ocupó su silla frente a la pantalla gigante, sacó la foto de Miguel del bolso, la besó y la puso a su lado. Un segundo después, alguien la cogió y no se la devolvió.
-Hola, abuela -su nieto le sonreía con la foto en la mano.
-¡Héctor! -le miró y sintió sobre todo miedo-. ¿Qué haces aquí? Tú...Tú... ¿Lo sabe tu madre?
-Abu, ¿por quién me tomas? -él se echó a reír, se acercó a ella, la besó-. Por supuesto que no.
Héctor era el mayor de sus nietos. Tenía 26 años, una novia japonesa y una licenciatura en Informática. Además, tocaba el acordeón, pero nada de eso le importaba al juez que se acercó a darles una mala noticia.
-Tenemos un conflicto -proclamó.
-¡Uy!, si fuera sólo uno... -apuntó ella.
-Ya -Héctor sonrió-. No pasa nada, yo seré Grecia.
-De ninguna manera, yo tengo mucho gusto en cederte...
-Que no, abuela. Tú tienes mejor historial que yo. Tú eres Troya.
Cuando cesaron los aplausos, antes de que comenzara la batalla, Héctor se acercó a Andrómaca y le habló al oído.
-¿A que estás pensando en dejarme ganar, abuela? -ella negó con la cabeza-. Como lo intentes, me suicido.
-Pero, Héctor, si a mí me da igual...
-¿Y a él? -señaló la foto que estaba entre los dos-. Troya no puede arder, abuela, no puede arder, ¿entendido? No tengas piedad.
-Tranquilo, cariño -ella se inclinó hacia él, le besó en la mejilla-. No la tendré.
Tres horas más tarde, los griegos se rindieron. Héctor nunca había celebrado tanto una derrota.
(Tomado de el periódico El País aquí.)
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